Los tiempos que corren, donde precisamente eso, “correr”, es una rutina diaria, casi como si quisiéramos que la meta se pudiera acercar tanto como nuestro cuerpo o nuestra mente estuviera dispuesta a imprimir ritmo, se vuelven en contra de muchas realidades a las que nos enfrentamos en el mundo.
Hay metas, que para alcanzarlas hay que elegir entre diferentes caminos y los cuales no sabremos a priori cuál de ellos es el más corto. Hay metas que para alcanzarlas hay que estar preparados porque vendrán obstáculos sin avisar, casi como de un concurso de retos se tratase, y hay que salvarlos de diferente forma y utilizando diferentes habilidades. También hay metas que, por mucho que uno quiera correr, es necesario un “tempo” en la jugada para que el desenlace final sea alcanzarla. Y todas ellas tienen en común que, entre ellas, no tiene por qué haber diferencias de nivel cualitativo. Todas las metas por diferentes que sean o por diferentes que hayan sido sus caminos, pueden ser igual de importantes. Es quizás, cómo nos hace sentir a uno mismo el hecho de alcanzarlas, lo que realmente haga que le demos la importancia subjetiva que tiene la misma. En mi día a día con mis clientes, la meta, es la que ellos quieren alcanzar, la que, para ellos, es realmente importante por lo que significa para sí mismos.
Ser asesor financiero, me permite escuchar a los clientes hablarme de la importancia de la adquisición de su vivienda habitual, del vehículo con el que sueñan verse en la carretera, la educación académica que le van proporcionar a sus hijos o desde qué lejano paraíso se ven una vez ya dejen el trabajo al que tantas horas dedican. Es una situación increíble en la que me permiten ver a través de sus ojos su propia realidad y sus propios sueños.
Evidentemente, volvemos a lo de antes, no sabemos qué caminos habrá que recorrer para alcanzar esas realidades, pero es mi trabajo acompañarles en ello. El hecho de que su patrimonio financiero e inmobiliario, y que su gran cantidad de horas de trabajo se traduzca en esas realidades, puede parecer, incluso a veces, muy sencillo o extremadamente difícil. Lo que hace que sea una cosa u otra no es más que el hecho de no disponer de tres elementos que son clave en este asunto. Tiempo para dedicarle a planificar esos objetivos, conocimiento para saber cómo alcanzarlos y la tercera, alguien que acompañe y ayude a sustituir los dos elementos clave anteriores. Ese profesional debe dedicar su tiempo a ayudar a organizar los objetivos, ya que ésta, necesita su tiempo para su trabajo, su familia y su vida. Y, además, debe tener los conocimientos, ya que no es obligación de esa persona tener plenos conocimiento de cómo se puede actuar para alcanzar esas metas y como salvar esos obstáculos o elegir los caminos. Y, aunque parezca una manera excesivamente “pomposa” de explicar la realidad de nuestro día a día como asesores financieros, esa es la verdadera oportunidad.
Peter Lynch, gestor del Magellan Fund de Fidelity Investment, consiguió entre 1977 y 1990 una rentabilidad media cercana al 30% anual. Dicho así, podemos considerar que, como tal, habría sido un gran camino para ayudarse a alcanzar los objetivos que cada persona se pudiera plantear, pero, ¿y si decimos que el inversor promedio perdió dinero según Fidelity Investment? Ya parecería otra cosa, ¿no?
¿Qué es lo que lleva a que una herramienta tan aparentemente buena, provoque esa inesperada reacción entre los que la utilizan? Pues la ausencia de tiempo y conocimiento. Esos cambios de tendencia que provocaban los mercados entre momentos alcistas y bajistas, las típicas flechas verdes y rojas, que a veces son tan alargadas que casi que no le llega la camisa al cuello a quien pone sus ojos en ellas, y que provocan en la persona una “psicosis” de decisión sobre si es el mejor o peor momento de estar o no invertido, desvirtuando la relación entre el “para qué” con el “cómo” y dando como consecuencia que el resultado pueda llegar a ser fatal. Como ya decía el mismo Peter Lynch, “los inversores han perdido más dinero tratando de anticipar las correcciones, que el que se perdió en las correcciones mismas”. Entonces, ¿preguntó alguien a los inversores para qué invertían en ese fondo?, ¿con qué objetivo?, ¿se preocupó alguien de conocer la situación financiera real de esas personas?, y, por último, ¿respondía esa inversión a una estrategia adecuada para alcanzar las metas planteadas? La consecución de noes a semejantes preguntas se me antoja inevitable.
Pues llegados a éste punto podemos dilucidar cuál es realmente el trabajo de un asesor financiero. Ni adivinar el futuro, ni las “dietas milagro”, ni agitar la varita mágica sobre el patrimonio de una persona. La función es conocer el “para qué” para proponer el “cómo” en base al adecuado perfil financiero de la PERSONA, quien es realmente el elemento más importante en toda esta ecuación. Y sí, en la realidad que nos rodea, con la despersonalización de los clásicos servicios financieros proporcionados desde el grueso de entidades financieras del mapa español, provocado por el cierre masivo de oficinas y la salida de tantísimo capital humano de las mismas, se antoja casi utópico hablar de “trato personal”, “acompañamiento”, y “cercanía”. Pero ya estamos los asesores financieros para demostrar que la realidad puede ser muy diferente.